lunes, 18 de julio de 2011

Treinta y cinco milímetros

Desde mi más tierna infancia, el cine ha sido un inseparable compañero que ha salvado mi vida en incontables ocasiones. Asomado a su ventana, lo visto en la pantalla iba a parar al gigantesco receptáculo que tengo por cabeza. En este inabarcable lugar (son pocos los que han tenido que salir de casa para dejar espacio a su familia, motivo de mi independencia); en tal lugar, decía, un imaginario acomodador neuronal sentaba a miles de imágenes a los que mis pequeños y achinados ojos daban entrada.
Soy consciente de que llamarlo séptimo arte y no haber disfrutado de Ciudadano Kane puede no ser coherente. Lo he intentado seis veces, palabra, y siempre encuentro algo más productivo que hacer. Clavarme las uñas con fuerza en el paladar, por ejemplo… Que me perdonen los amantes del cine; he conocido a algunos que juran levitar con Murnau al mismo tiempo que no admiten que su apasionado amor por la obra del director nace de un profundo respeto por las drogas. Con tal vaporosa influencia no es de extrañar que Nosferatu provoque en muchos lágrimas del mismo éxtasis que consumió a Santa Teresa. No sé si éste es un referente oportuno: que la santa escapara de casa con su hermano, siendo niña, con el único objetivo de encontrar martirio en tierra de moros es algo inquietante. Los pequeños Teresa y su hermano Rodrigo, curiosamente sin la influencia de la televisión, preferían sacrificios humanos a la búsqueda de piedras con forma de animal.
                                                        TERESA
                 ¡Mamá, me voy a jugar fuera un rato con Rodri! ¿Nos dejas?...

                                             MAMÁ

       ¡Vale, pero no lleguéis tarde a cenar! ¡Y ojo, Teresa, a casa no se traen más fémures de moro!

De lo que estoy seguro es que, en una película americana, ese detalle de su pasado con intento de fuga incluido hubiera bastado para hundir la carrera política de la mística si ésta hubiera decidido presentarse como candidata a la presidencia de los Estados Unidos. (Ruego al dios de aquel país que el dato inspire a algún guionista falto de ideas).

No me gusta lo de séptimo arte. Hace que actores, directores, guionistas y demás creadores tomen conciencia de sí mismos; o sea, la muerte… Lo creado transforma al creador en nada, y aquel desaparece efectivamente en la masa de pan o en la pintura de un lienzo. La creación es el eco de dios resonando en la viñeta de un periódico, en el imperfecto círculo dibujado de un niño o en La Piedad de Miguel Ángel.

Prefiero el lugar común, el tópico manoseado o lleno de huellas me gusta más. El cine es una ventana. Qué hermosa frase. Como lo son el asa de un cubo o el parque donde perros y niños comparten la libertad de dejar salir la mierda impunemente. Me gusta la palabra mierda y la palabra naranja y la palabra envidia. Son todas hijas del mismo dios. Y ventana, bien abierta, con la cuadratura perfecta que permita a una cabeza como la mía asomarse y mirar.
… Y así, un buen día, luces y sombras ocuparon sin permiso las estancias de mi memoria. Se quedaron a vivir en mí y yo en ellas… Señoras y señores del jurado, había nacido mi primer amor. Y aunque todavía me quedaba algún diente de leche, calculo que por entonces yo era mayor: tendría unos cincuenta años. Ella catorce o trece, no sé… La primera vez que la vi tomaba el sol con unas gafas con montura en forma de corazones. Su tostada piel parecía dar minúsculos gritos de placer bajo las gotas de agua del surtidor de su jardín. Me quedé mudo. Su aire indolente en blanco y negro y ese cuerpo de nínfula, más grande que el mío, golpearon mi pecosa cara de cincuenta años. Ella se llamaba Lolita y yo me enamoré perdidamente. Me sentí como una botella de coca-cola que agitas antes de abrir y fui yo quien se sintió mirado por encima de aquellas gafas de ventrículos. Me observaba con una estudiada indiferencia trabajada a fuego con su madre. Tal desprecio hacía las veces de examinador del espacio que ocupaba. Me escondí tras la chaqueta de tweed de Humbert Humbert y él tomó el rumbo de los acontecimientos… Y en aquel húmedo y soleado jardín me hice consciente de haber tomado una decisión: quería ser espía. Espía de aquel ser de uñas pintadas y de todo lo que tuviera que ver con el cine. Lolita fue mi primer cine sentado en aquel amor, a oscuras.

Y luego llegaba corriendo a casa, sin apenas resuello. La noche se echaba encima como un mantel sobre una mesa dispuesta para cenar. Era verano y los mosquitos hacían sonar sus trompetas anunciando mi llegada. Entonces, desde la entrada del jardín, divisaba su silueta. Mis pantalones gastados con un bajo deshilachado rozaban las petunias dormidas. Llegar a casa y verle eran lo mismo. Primero se adivinaba su presencia. Más tarde, el sonido de la inconfundible y vieja mecedora que sostenía su imponente figura: un trono, sin él saberlo, de serena autoridad. Yo aspiraba el humo de su pipa con los ojos cerrados como así entrara en comunión con él y pudiera llegar donde él callaba. Supongo que al lugar exacto donde se encontraba mamá.
     -          Llegas tarde.
     -          Me entretuve...
     -          Calpurnia te ha preparado la cena. Anda, entra. 

Y cuando me disponía a entrar y él bajaba la vista hacia el periódico que con luz tenue leía de atrás hacia adelante, pronunciaba su nombre. Un nombre que me acompañará hasta donde me alcance la vista del tiempo y que en aquel verano de mi vida resultó ser el único asidero para una mano llena de arañazos.
     -          Atticus…
     -          ¿Sí?
     -          Nada…

Sólo quería pronunciar ese nombre. Un ritual, mi exorcismo, la oración infantil de una sola palabra. Atticus Finch. El padre escondido en la piel de los hijos que aún no tengo. La voz de mi voz que nunca se ahogaría pues sería como matar un ruiseñor. Conservo tu reloj, Atticus, en mi memoria. Y aún guardo juguetes en los árboles.
Al día siguiente, bien temprano, me iba al colegio. El mismo quince de septiembre. Y en el camino me acompañaba un vagabundo de bastón, bombín y diminuto bigote. Recuerdo cómo me golpeaba el trasero con su pierna y me hacía romperme de la risa y me enseñaba, tras deleitarnos con un plato de zapato con sal que sabía a gloria, que sólo hacer reír podía convertir a un hombre en santo. Y yo hacía reír, pero no quería ser santo. A mi abuela, a mis amigos, en el colegio, en casa… Andaba como él, le imitaba; yo era él y el sonido de las risas, mías o ajenas, me devolvían a mí. Una vez contemplé cómo una mujer que en otro tiempo fue ciega le regalaba una flor. Ahora no llevaba ni una camisa bajo su raído chaleco. Por tener no tenía nada. En otra ocasión fui testigo de cómo dio la vida a una joven bailarina al tiempo que él perdía la suya… Calvero, cansado y viejo payaso, vuelve a repetir tu número del violín, o el de la pulga si quieres, que no me canso, que quiero verlo de nuevo, que quiero verte dentro, allí donde ahora estás.

El cine me ha salvado la vida. En las múltiples formas en las que un niño o un hombre pueden ser salvados. Cuando me pregunto, camino a casa, por la distancia que me separó de caer al vacío de aquel barranco, un saliente surgido de la nada, me digo, esbozando la sonrisa de Cool Hand Luke, que fueron treinta y cinco milímetros exactos. Ni uno más.