martes, 16 de noviembre de 2010

1, 2, 3, 4, 7 y 15

Una vez la mamá de un niño me contó una anécdota sobre su hijo. Como cada día, Rodrigo regresaba a casa del colegio con una de esas mochilas que parecen carritos de la compra. La encargada de llevar y traer sano y salvo al pequeño era Katya, una chica de 20 años, proveniente de Rusia, que había llegado a España dos años atrás con la intención de quedarse. Katya había tenido un pasado ciertamente trágico y Clara, la mamá de Rodrigo, impulsada más por la compasión que por los resultados del riguroso análisis que conlleva la búsqueda de una interna, se quedó con ella. Una de las características destacables de Katya era su inexplicable compromiso con la religión católica. Sus madre era rumana, lo que podía ser una explicación. Para que os hagáis idea, de existir un medidor de creencia en la fé católica, Katya hubiera hecho parecer al Papa un tipo que arranca cabezas de paloma con la boca al tiempo que se masturba con un crucifijo en la plaza de San Marcos. Quizá lo he ejemplificado con excesivo detalle. Sólo trataba de mostraros que no había nadie más católica que ella. Por supuesto nadie sacaba el tema en su presencia. De mirada dulce y gestos amables, no tenía reparos en interrumpir una conversación que mantuvieran Clara y esposo con invitados, para lanzar firmes defensas hacia la religión católica si ésta, a su parecer, estaba siendo atacada. Clara no se tomaba esto muy a pecho. Recordar las penurias de la pobre interna en Rusia provocaba que la justificara de cualquiera de sus acciones, por muy invasivas que éstas fueran. No es mala chica, sólo un poco fundamentalista, reconocía a su marido. Antonio replicaba que un día encontrarían en el salón una grabación de la decapitación de Rodriguito a manos de la poco fundamentalista Katya, castigados por su agnosticismo. Clara miraba al techo, sonreía y le besaba. Como si con un beso, la creciente desconfianza de Antonio fuera a disiparse.
Rodrigo estaba en esa edad donde todo era cuestionable. Atravesaba los momentos del “por qué esto y por qué lo otro”. Pues bien, una tarde de Diciembre, de vuelta a casa, Katya y él caminaban enfundados en abrigos hasta los pies. Rodrigo rompió el silencio:
-          Katy, ¿quién es Jesús?
Katya, ignorando si la duda del pequeño versaba sobre un vecino o sobre el hijo de Dios, apostó por el segundo caso. El vaho envolvió sus palabras y con la vista fija en el horizonte, contestó:
-          Jesús es Salvador de hombres. Vivió y murió en crus por pecados nuestros para después resusitar entre muertos.
Tras una pausa, Rodrigo, muy reflexivo, culminó el interrogatorio.
-          Entonces, ¿Jesús era un zombie?...
Esta anécdota es real. No invento nada. Clara, la mamá de Rodrigo, no podía reprimir la risa cuando contaba esta historia. Por supuesto, Katya no estaba presente en ese momento, pero sé con certeza que de haber visto a la mamá expandir por el mundo la irreverente y lógica respuesta del chiquillo, hubiera tardado poco en fabricar lámparas de mesa rusas con la piel de su hijo. Como venganza divina. De encontrarse Antonio la lámpara de piel de Rodrigo en su mesilla de noche, no hubiera hecho sino confirmar su recelo hacia la interna.
Os preguntaréis por qué os cuento la anécdota del zombie y Rodrigo. Mi intención es la de relataros que durante un tiempo, trabajé con niños pequeños en un único colegio primero, y en diferentes después, por toda la comunidad de Madrid. Fueron 4 años de mi vida antes de llegar al mundo del guión de televisión, y después de no encontrar trabajo como actor. En ese lapsus de tiempo. Y el caso es que respuestas y situaciones como las que vivió Katya con Rodrigo invadían mi existencia cada día. Fue una época en la que me sentí como un Gulliver atrapado por liliputienses o como una pequeña Alicia de rubios tirabuzones y vestido azul en un país de locos. (No prestéis mucha atención a mi asidua idea de imaginarme vestido de azul con tirabuzones dorados como el amanecer). En fin, así anduve. Rodeado de delirio. Absorbido por un mundo, absurdo a todas luces, en el que consistía mi trabajo. La lógica que tanto me había costado cultivar (a eso le llaman crecer), se hizo añicos. Contravenían normas, rompían reglas, le daban la vuelta a todo. Nunca había estado en contacto con un modo de ver la vida tan atrayente como carente de sentido. Si os ha parecido una postal idílica, nada más lejos de la realidad. Pagué un precio: mi cordura. Me llevaron al límite. Literalmente. En todas y cada una de las formas en las que un hombre puede ser llevado al límite de sus posibilidades. Y por límite no me refiero a salir con una chica de pensamientos propios a la que le guste Amaral. Sólo los que son padres o profesores de primaria saben a qué me refiero. Tres horas diarias con 25 niños de entre tres y cinco años, cada hora, supera a Ana Frank si yo mismo hubiera decidido escribir mi propio diario. Seré breve y sólo os contaré algunas anécdotas. Al igual que la respuesta de Rodrigo a Katya, así os haréis una idea de lo vivido aquellos años.
Impartía dos materias: teatro e inglés. Lo de impartir entiéndase de una manera amplia. Podéis imaginar el interés que tiene un niño de tres años por Chéjov o Shakespeare. De Stanilavski, creador del método de métodos para actores, no podía contarles nada sin que se cagaran encima. Y no es que les infundiera respeto el profesor moscovita. Es que literalmente, en las clases donde practicábamos “el arte escénico”, no había un solo día donde uno o dos niños no inundaran escenario con un olor a putrefacción infantil como no he vuelto a experimentar. Comían como niños, es posible. Pero cagaban como dioses nórdicos (o ñórdicos para el caso que nos ocupa). En una ocasión, daban vueltas todos sobre sí mismos en el escenario. A riesgo de que vomitaran los unos sobre los otros (una acción familiar en su vida de estudiantes de Infantil) probábamos la experiencia de controlar o no el cuerpo sin el uso de ningún tipo de droga. (Esta segunda parte no se la hacía saber). La idea era generar experiencias de conciencia corporal. Cuando su endolinfa estuviera tan agitada como unas maracas, podrían comprobar lo difícil que resulta caminar por una cuerda colocada en el suelo. El actor ha de manejar bien su cuerpo, ¿no? Hasta ese básico concepto pretendía compartirlo con niños de tres años. Tal era mi entusiasmo por la pedagogía teatral. De repente, entre todo aquel tumulto, observé a uno de ellos (Mario, tres años y medio; nunca olvidaré su nombre ni su rostro) que inevitablemente se acercaba a mí. Poseía ese inconfundible andar que sólo reproduce un hombre con enanismo que acabe de  ingerir treinta chupitos de vodka. Las piernas cortas. El culo salido, como queriendo huir del maltrecho cuerpo con tanta caída a la que se veía sometido. Ojos abiertos como platos y la cara sin expresión. Os lo garantizo: ya quisieran muchos asesinos en serie tener ese gesto que los niños practican a veces: el gesto de la nada. Dicen que los niños son muy expresivos, pero yo subrayaría una obviedad: lo son cuando lo son; porque cuando no lo son, sus gestos se congelan como los de una estatua clásica. (¿No habéis visto cómo os mira a veces un niño en un centro comercial o en la calle cuando os cruzáis con él?)
Prosigo. Mientras sus compañeros daban vueltas y más vueltas como darviches de medio metro, Mario se plantó ante mí. Como habían comido recientemente, ví que tenía toda la cara manchada del tomate seco de los macarrones de comedor (y eso sólo los afortunados que hubieran resuelto el difícil trinomio tenedor-macarrón-boca). Mario me observaba con esa expresión que antes os describía: no había nada en su gestualidad que indicara algo. Un leve ademán siquiera. Sólo tenía arqueado el cuello y sus vacunos ojos se posaban en los míos. ¿Qué ocurre, Mariete? Mario no respondía. Fue entonces cuandolo supe. Y ocurrió porque mi sentido del olfato, en el contexto más empírico que podáis alcanzar, hizo sonar la alarma. Aquello no era tomate de los macarrones de comedor de colegio. Mario olía a mierda como sólo un cadáver de mono en descomposición puede oler en los trópicos; como sólo un cubículo cerrado huele si un luchador de sumo se desatasca a solas. Aquello era caca. Pura caca cien por cien auténtica y proveniente de su minúsculo culo. Mientras el resto de la clase investigaba sobre la acción física del movimiento, el pequeño Mario había decidido meter la mano bajo su pantalón en lo que creí, tiempo después, pudo ser una clara alusión al teniente Dunbar en “Bailando con lobos”. El oficial del ejército americano había llenado su cara con pinturas de caza como los Sioux le habían enseñado. Mario por su parte había impregnado la suya con sus propios excrementos. Desconozco el motivo. Puede que reconociera el ejercicio (el de dar vueltas) como algo ancestral practicado en otras vidas por tribus nómadas africanas, sólo que lo debió de  considerar incompleto si no se añadía un toque de máscara, efectivamente mucho más teatral. Que un rotulador marrón hubiera cumplido con el efecto deseado era algo que no había tenido en cuenta. Mario era un purista del teatro, un defensor inconsciente de las teorías de Peter Brook, el estudioso del teatro comparado. Inmediatamente le llevé al baño y aquello se convirtió en una orgía de mierda infantil que compartimos los que allí estuvimos: él y yo. Yo no hacía más que preguntarle que qué había hecho, que en qué estaba pensando. Como si me lo fuera a aclarar en una amena conversación. El sólo lograba decir, con cara de nada: mechocaca. Mechocaca sería un buen nombre indio si decidiera vivir en alguna reserva en Arizona. Y allí le hubiera querido mandar, en un paquete exprés,  en ese momento. Nunca entendí la relación entre hacerse caca e inundar tu cara con ella, pero he de confesaros, que en mi anterior trabajo, ya en oficinas con seriedades de adultos, en alguna ocasión, suave como la brisa otoñal, se colaba por la ventana de la memoria el recuerdo de Mario. Mario el purista. Mario el creador. Y con qué gusto hubiera practicado la misma acción ante mi antiguo jefe y compañeros. De haberlo hecho, me hubieran tildado en las postrimerías como un “enfermo mental que una vez perdió el juicio”. Y si lo pensáis bien, la diferencia entre cordura y locura no es más que una cuestión de  tiempo: Mario pasaba de los dos-tres años. Yo pasaba de los treinta. A él no se le acusó de nada. Y a mí me hubieran despedido con deshonor, con el ardiente estigma de la locura. ¿Y por qué? Por impregnar mi cara con mis propios excrementos mientras le susurraba a mi jefe: mechocaca, con cara de nada.
En otra ocasión me dio por acercarles a los clásicos. En este caso, ya no estábamos en el teatro que el cole ponía a mi disposición (y a la deposición de Mario). Ahora me encontraba en una clase de infantil, rodeado por un rectángulo de 28 sillas y mesas cuyos dueños sumaban entre todos el mismo número de dientes. Me dedicaba unos días al inglés y otros al teatro. En ocasiones, mezclaba las dos materias en un alarde de osadía. Pensé que contarles historias creadas por genios de la literatura sería un buen modo de entrar en contacto con los grandes contadores de historias a una edad tan temprana. Y lo mismo podría hacer con las películas, con clásicos de todas las épocas. Comencé por Shakespeare y la historia de los amantes de Verona. El primer día y como novedad, estuvieron atentos. Yo mismo como narrador he de reconocer que lo vivía con intensidad y capté su atención durante… un día. La tarde siguiente, nada más entrar en clase, todos al unísono me pedían que les volviera a contar la historia. Quien tiene niños sabe que no se diferencian mucho de Dustin Hoffman en Rainman en lo que a rutinas se refieren. Pueden repetir y disfrutar la misma acción durante horas. En fin, en primer lugar pedí silencio y nombré a uno de ellos portavoz. Jaime, rubio y guapo como los ángeles. Los del Infierno digo. Era travieso como pocos pero me podía su encanto. Contaba del uno al quince mientras te miraba con cara de cachondeo y oías aquella voz mezcla de baba y delfín: uno, dos, tres, cuatro, siete y quince. Sin duda era mi favorito. Jaime, a gritos por la inercia del momento anterior, me pidió que les contara la historia de Romero y Julieta. ¿Podéis creerlo? Mi dicción es impecable. Me consta que en ningún momento interpuse una “r” entre la “e” y la “o” al nombrar al amante de Julieta. Pero ellos, al unísono de nuevo, como bestias sedientas de historias, ansiaban la de Romero y su novia Julieta. Comencé. A los cinco minutos no me hacían caso. Ninguno. Habían perdido el interés. ¿Pero no querían que les relatara por segunda vez la historia del bardo de Avon, o sea de Willy Shakespeare? Traté de continuar. Esta vez mis gestos eran más grandes, desmesurados y aquello parecía que funcionaba porque estuvieron atentos durante tres minutos más. (He de señalar que una hora con niños equivalen a seis horas con adultos. En una mina siberiana). A los tres o cuatro minutos volvían a despegarse de la historia, pero por una casualidad (no fue talento ni una genial ocurrencia) introduje en la obra algún elemento novedoso. Por ejemplo, Romero, en la escena del balcón, en lugar de jurar por la luna su amor a Julieta, lo hacía por su propia nave espacial a la que tenía mucho apego y que había ganado en una apuesta a su amigo Mercutio. La referencia a Star Wars era evidente. Bueno: no podéis imaginar el efecto hipnótico que produjo el término nave espacial en su dispersa atención. Se creó un silencio sepulcral. Sus enormes ojos se fijaban en mí como tentáculos de pulpo absorbiendo el relato. Atónito en mi interior, pero con la cara resuelta del que “cuenta una historia que maneja”, empecé a introducir elementos y palabras que no entendían en absoluto, a jugar con la polisemia; y por algún extraño motivo, ¡les encantaba! Fue entonces cuando dio comienzo la época de las versiones. Los autores originales me hubieran acribillado a balazos. Los jueves los dedicaba a contar historias clásicas ligeramente versionadas. Su falta de vocabulario era un punto a favor y la atención extrema. Sólo tenía que rogar porque no emplearan mis mismas palabras cuando su madre les preguntara por lo que habían aprendido ese día. De ahí salieron versiones en las que Julieta era adicta a la metanfetamina debido a la disfunción eréctil de Romero y a falta de droga, alternaba con sujetos de color y circuncidados para generar ingresos. No os asustéis. No entendían nada (creo), pero lo sorprendente es que estaban fascinados. (Yo lo estaba más). Todo lo brutalmente perturbador les embrujaba, les daba una risa tremenda. Otro ejemplo que compartía con estos sádicos: al ser los Capuleto inmunes a la lepra por el gen 521, practicaban la antropofagia con personas que padecían esta terrible enfermedad. En esta parte se meaban de la risa, no preguntéis por qué. Por su parte, los Montesco eran aficionados al transexualismo sin anestesia. Eran duros como rocas. De ahí su rivalidad. Ah, y el favorito de Mario: “El señor de las deposiciones”. La épica de un pequeño y humilde pueblo habitado por hobbits enfrentándose al Ojo de Sauron (unas monumentales posaderas que inundaban de abono humano natural las tierras medias). 
En medio de la “Dama de las camelias”, me obligaba a introducir tiranosaurios gigantescos que devoraban en pulcro orden tanto a las damas como a las camelias. Unos permisos que me daba con los que Dumas-hijo no hubiera estado de acuerdo. Pero funcionaba, insisto. Hilaban los datos y aquello apelaba a su imaginación, no sé. Se producían sinapsis que ni yo mismo controlaba. Hasta tal punto, que en la historia del Génesis (un día me aventuré por tales territorios) convivieron al mismo tiempo Adán, Eva, un T-1000 y Barry White (lloraban de la risa cuando les cantaba sin previo aviso con voces distintas. Para los curiosos os diré que Barry se quedaba al final con Adán y Eva, con una sonrisa tonta en los labios, con la serpiente). 
Me mostraban inventos tales como ordenadores multifuncionales con trozos de plastilina en lugar de teclas, fabricados con papel pinocho y alas de cartón que podían servirte agua o verdurita que es muy buena, como te recordaban. He visto dibujos rayados en mil colores de coches de bomberos que regaban con rayos láser todo lo que encontraban a su paso. Barcos con formas de estrella de mar tirados por elefantes en medio de un océano color naranja chillón. Y todos aquellos logros de ingeniería, nos los ofrecían con sus pequeñitas manos. Los regalaban. Sin importarles un pimiento las patentes. Fue una época que C. y yo vivimos o más bien sobrevivimos. Por eso os mencionaba antes las obras de Swift y Carroll. ¿Me entendéis ahora cuando os decía que era como estar dentro de una de ellas? Esos extraños y únicos seres lograban ver el todo en la nada.
Nos hicieron sudar, gritar, mentir, desesperarnos y hasta llorar de rabia y de impotencia. Que se lo digan a C., cuyas llantinas compartía conmigo de vuelta a casa minutos después de una clase de chiquirritmo.
¿Y qué ha quedado? Agradecimiento. Sincero como ellos. Su gracia y su tremenda elegancia nada tienen que ver con lo aprendido porque llegan a este mundo sin práctica. No ensayan antes. Simplemente están aquí: felices, callados y gritones al mismo tiempo. Hay una especie de gracia que les envuelve, como si la misma existencia les protegiera. Luego, en poco tiempo, aparecen las costumbres humanas y se pierde paulatinamente aquello que les distinguía. Es inevitable. Las luces que brillan con el doble de intensidad puede que duren la mitad del tiempo. O no… Sigo empleando sus términos: momir, comer chocos, tengo mueño y  quiero jubar. De hecho, con la gente con la mejor me llevo (eso que llaman  “vibración conjunta”) son con aquellos que se relacionan desde el  juebo. Eso se ve cuando dos personas, conocidas o no, se miran a los ojos. Con cara de nada).
Ayer, mientras escribía estas líneas, hice un descanso. Casualmente comenzaba en el Canal + un documental de Spike Jonze sobre Maurice Sendak, autor e ilustrador de “Donde viven los monstruos”. Había en su presencia, en sus palabras, un matiz de dureza combinada con una extrema sensibilidad; magia y dolor al mismo tiempo. Toda su vida la había dedicado a escribir y dibujar para niños, pero confesaba que no le gusta la infancia. Sorprende, ¿verdad? Poco antes de terminar el documental, discurre solo, cavila. Como si la cámara no estuviera allí, se hace una pregunta que él mismo contesta.
-          ¿Por qué estoy atascado en la infancia?... No lo sé.
Supongo que es ahí donde tengo el corazón.

Me ocurre lo mismo.

domingo, 7 de noviembre de 2010

VIETNAM

Según la historia reciente, ir a Vietnam y regresar con vida es algo que no siempre se pudo llevar a cabo. Yo lo hice. Concretamente el año pasado. Y no sólo volví a casa vivo, sino que apenas tuve secuelas. Bueno, si por éstas entendemos despertar durante la noche envuelto en sudores, yo no lo achacaría al estrés post-traumático, sino al edredón con plumas de oca que mi novia compró a la vuelta. No podría afirmarlo, pero hubiera jurado que en la etiqueta del cubrecama los fabricantes ofrecían la misma efectividad que la conseguida  años antes, en los crematorios de Mathausenn. A mi chica esto le hizo gracia: “Mira Joni, los mismos que fabrican esto también hacían crema alemana, ¿qué curioso, verdad?”… No creo que sea frivolidad, es inconsciencia. Tengo asumido que en un futuro distraerá a nuestros bebés poniéndoles “La pasión” de Mel Gibson, convencida de que siendo pequeños, nuestros hijos estarán más receptivos a los nuevos idiomas. En fin, os presento a C., mi novia. Si tuviera que definirla, diría que ella es la razón por la que se inventaron las cálidas noches de verano. Las palabras son de Kevin Arnold, no mías. Pero él fue de los primeros poetas que conocí viendo la tele. De ella, de C., os hablaré en otro momento. Me centraré por ahora en la historia que quería contaros.
Al comienzo de nuestro viaje creí que todo se venía abajo. Contábamos por aquel entonces con un presupuesto lo suficientemente holgado para dar la vuelta al mundo dos veces. Por si las moscas. Con todo y con eso, mermó desproporcionadamente en nuestra primera escala: Amsterdam. Afirmaría que en un 50%. Pero C. diría que exagero. Os aseguro que sólo esperábamos el avión. No salimos del aeropuerto ni nos fuimos de compras, y puedo jurar sobre la tumba de mis antepasados que únicamente desayunamos dos croissants con mantequilla y mermelada, dos zumos de naranja y dos cafés que seguramente sabrían mejor que la sangre coagulada del Cid Campeador. Pero a mi feliz y viajero rostro no le importaba lo más mínimo. El caso es que esta comida casi nos arruina económicamente sin haber llegado a nuestro destino. Todos sabemos que consumir en un aeropuerto es bastante caro, pero Holanda debe de ser un caso aparte. Caí en un  ensimismamiento cuando leí el ticket de la cuenta. Entrar en trance de esta forma es algo que no me ocurría desde mi relación con mi última novia: A., una lolita de padres multimillonarios a la que le pagaba con mi modesto sueldo de entonces todo, hasta los disfraces que decidía ponerse por Halloween. Cada vez que proponía cenar en algún sitio, caía en ese estado de semiinconsciencia que antes os mencionaba. Y en aquel aeropuerto volví a revivirlo: tenía abrazadas las rodillas, los pies sobre la silla, con la tez blanca como la cocaína mientras me balanceaba rítmicamente con la vista en un punto fijo. De un golpe seco, C. me hizo reaccionar y cuando me disponía a pagar, miraba hipnotizado, con manos temblorosas, aquel ticket. Comprendí entonces por qué en ese país habían legalizado el consumo de cannabis. Lo más probable es que si éste recorre las venas, te da igual pagar 8 que 80. El gobierno holandés sabe lo que se hace. Sólo me entenderán los que han revisado la cuenta del banco, ya sobrios, un lunes después de las salidas de fin de semana.  Hablo de ese momento, de ese click, en el que proclamas a tus amigos al estilo de Braveheart antes de la batalla, que tu visa electrón es desde ese momento patrimonio nacional de todo aquel que luche por Escocia. Lo de Escocia son licencias que te permites en esos momentos y que tus amigos entienden muy bien porque todos gritan al unísono: Espartaaaa. Que quiere decir que les gustan mucho las decisiones que tomo sobre mi tarjeta bancaria.  Pero vayamos a la historia. (Sé que muchos de vosotros habréis advertido el dato de mi ex con disfraces de Halloween. No lo paso por alto, pero A. requiere su propio tratamiento y os hablaré de ella en otra ocasión.
Bien. Una vez hechas las cuentas, C. y yo valoramos si continuábamos con el viaje a Vietnam o abortábamos y, por ejemplo, nos íbamos a Brujas en Bélgica. (Una ciudad que C. siempre había querido conocer desde que le puse al corriente de mi historial amoroso). El caso es que queríamos salir del país de Van Gogh. Y cuanto antes mejor. He de deciros que estoy convencido de que el bueno de Vincent se hubiera quedado impactado de haber visto los precios que alcanzaron sus cuadros una vez muerto. Tampoco hubiera dado crédito al saber que el noventa y cinco por ciento de sus paisanos, dada la permisividad en la que viven, se hubieran fumado sin pestañear su óleo de los tulipanes. No os digo lo que hubieran hecho con el libro de poemas de Walt Whitman, Hojas de hierba.  
En fin, decidimos proseguir el viaje y continuar hasta nuestra siguiente escala antes de Vietnam: la ciudad de Bangkok. Sé lo que estáis pensando: gracias a aquella cafetería holandesa, nuestro sueño de costear la universidad a nuestra primera hija se desvaneció. Y así es. Pero para animarnos os diré que hicimos nuestros los pensamientos del escritor Jorge Bucay, que nos viene a decir (si hemos entendido bien sus cuentos) que da igual licenciarte con honores en Stanford que trabajar diligentemente como cajera en un Lidl desde los 16. Lo importante es el interior.
Llegamos finalmente a Bangkok. Tan sólo sería una estancia de dos días. Anduvimos y usamos tuk-tuk  (ese carrito con ruedas tirado por un hombre aún mayor que tus ancestros si éstos vivieran. Con qué culpa se viajaban esos trayectos, por dios. Cuando le pagábamos, yo quería legarle parte de nuestra madrileña casa y C. se planteaba ofrecerse como mercancía sexual por un par de horas. En ello se traducía nuestro pesar por su espalda, haceos una idea). Y allí estábamos. Con los sentidos abiertos como ventanas de una casa frente al mar. Mirándolo todo con los ojos primero y luego con la cámara. Todo se daba cita allí. Caos, calor, ebullición, olores asfixiantes, sudor, grasa animal, sonrisas de un amarillo deslumbrante… El olor latiendo y la vida que se te instalaba en la nariz. Vimos  parte de la ciudad y visitamos algunos sitios de interés. Sobre esto de los sitios de interés, un inciso: como podéis suponer tengo dudas porque lo del interés es algo muy subjetivo. Lo señalo porque en mi caso nunca impondría por la fuerza como lugar de interés (nacional e histórico) la silla sobre la que Bruce Willis firmó el contrato para hacer La Jungla de Cristal. Pero del cine ya os dije que os hablaría en otro momento. Y seguramente será en más de uno.  
Después, Vietnam. Cielos, Vietnam… Se me olvidaron Wagner y el napalm y todas las imágenes que habían poblado mis días. No pretendo caer en detalladas descripciones de cada uno de los lugares en los que estuvimos. Ni evocaros los olores o la luz o la piel de la gente con la que nos cruzamos en cada rincón. No puedo. O no sabría hacerlo. Vosotros ya habéis estado en lugares hermosos, de esos donde te domina el silencio y sólo puedes callar y quedarte mirando como un niño ante lo incognoscible. Pero imaginad por un momento algo hermoso que hayáis visto alguna vez y cómo os sacudió por dentro. Pues bien, eso era lo que sentíamos nosotros. Alterábamos las rutas, improvisábamos, preguntábamos por todo y a todos. Queríamos impregnarnos de cuanto allí existiera en los escasos 20 días que disponíamos. Huíamos de las rutas turísticas porque queríamos ser viajeros, lo que nos convertía en más turistas que ninguno. Pero no nos importaba. Llevábamos el  diafragma en los ojos y las bocas entreabiertas. Luego las fotos pondrían el marco. Para después recordar, con nitidez, una tarde de invierno cualquiera.
Existen retazos. Tan imborrables como difusos porque es inevitable la contradicción. Dormir en un barco en la bahía de Halong, en el golfo de Tonkín. El capitán (que por la edad su nombre podía significar “padre del hombre del tuk-tuk”) y nosotros. Nadie más. La noche, el mar convertido en tinta negra y las gigantescas moles de piedra, como monstruos comerrocas, dormitando. Soñando en vietnamita. Una cena servida por el patrón, vino en una botella de boca ancha. Velas en el cielo, cientos de miles, millares. ¿Lo veis, verdad? Continúo. En aquel instante, C. se fijó en algo cuyo recuerdo nos mantiene unidos. Y aún hoy, al rememorarlo, nos apretamos las manos con fuerza como si volviéramos a sellar un pacto de silencio que rompo hoy aquí. La cena estaba en el suelo, sobre un bonito mantel salpicado de dibujos de racimos de uva y flores de loto. No se veía nada salvo lo que mostraba a su antojo la luz de la luna. Embriagados, con la voz lenta y los ojos a medio abrir, me dispuse a coger un trozo de pescado envuelto en verdura, bañado en una deliciosa salsa que imagino que sólo preparan los cocineros que han estado en contacto con la mística tibetana.  Aquel sabor te iluminaba, te decía quién eras realmente, te mostraba el camino. Y yo quería repetir. Así que fui, como os contaba, a cogerlo con mi desnuda mano.  C., en un arranque de cuidado, dijo: espera, que te enfoco el mantel con la linterna no vaya ser que haya algún mosquito.  Y  la luz se hizo sobre el mantel… Lo que nuestros ojos contemplaron no se parece en nada a lo que jamás habíamos visto. En nada. Mi mano, a punto de alcanzar con ávidos dedos el trozo de pescado iluminador, a punto estuvo de coger una cucaracha del tamaño de una foca del Ártico. Ante los ojos, se encontraba una cucaracha como un pié de jugador de la liga universitaria americana de baloncesto o como el yunque de Vulcano. Escoged vosotros. Jamás, repito, jamás, habíamos contemplado una criatura como aquella. Un animal, os diré, que junto con las ratas, ha sido protagonista de las más horribles pesadillas que he tenido en la infancia. Mira que por el parecido físico podría encontrar similitudes con el jefe de mi anterior trabajo, pero para aquello no teníamos palabras. Y entonces, en el vientre de la noche, en aquella extensión de agua única en el mundo, al este de Hanoi, en la provincia Quang Ninh,  C. conoció algo que le estremeció igualmente hasta el mismo centro de su ser: mi grito gay. Un grito que sólo he experimentado en contadas ocasiones, ante ratas o cucarachas de todo tipo. Pero aquel ser los superaba a todos en tamaño (incluidas las ratas). Y mi grito superó a todos los gritos gays que en mi vida había hecho hasta ese momento. No controlé el cuerpo, se me agitó sin control en todas las direcciones durante un minuto o dos. Con las manos extendidas y los dedos muy separados, salió de mi garganta un alarido que ya hubieran querido para sí las ninfas de un cuadro renacentista. Mi grito gay hace que mi virilidad se esfume y saca sin avisar la Eva bíblica que llevo conmigo. Dios mío, qué grito de cheerleader pegué aquella noche. El capitán ni se enteró. De haber estado en sus manos la defensa del país hace 50 años, los niños vietnamitas se llamarían ahora Goofy o Lincoln. Y de haber sido esa mi primera cita con C., sé por su discreto carácter que me hubiera propuesto con mucho tacto operarme los pechos en Tailandia, un  país donde las mujeres más guapas son hombres. 
Pero de eso hablaré otro día. No de lo del pecho, claro. En otro momento. Así como del buceo con bombona monitorizados por un instructor que de no haber estado C. allí, me hubiera hecho plantearme mi forjada heterosexualidad. No se podía estar más bueno. El muy hijo de la gran puta. Y afortunadamente creo que no soy inseguro con esos temas, pero de haber él intentado algo con C., ella hubiera sido mi rival. Sin duda. Aquello sucedió en Ko Tao, al este de Tailandia. Pero esa es otra historia.
Quería relataros más cosas, pero me he detenido en la cucaracha universal. En el principio y fin de todas las cucarachas. Y es que eso fue Vietnam. No necesito contaros más porque de eso se trató: de intensidad. De una penetrante, vibrante e intensa sensación que se nos quedó fijada en el borde del alma para el resto del Gran Camino. ¿Y sabéis qué? ¿Recordáis cuando líneas más arriba os hablaba de que luego las fotos pondrían el marco, para después recordar, con nitidez, una tarde de invierno cualquiera? C. perdió meses después la cámara con todas las fotos. Bueno, le robaron el bolso con la cámara dentro. Todas y cada una de las fotos de aquel viaje. No quedó ni una. Nada que recordar en ninguna tarde de invierno cualquiera. Cuando veo el final de Blade Runner, cuando habla el rubio replicante, me acuerdo de nuestro viaje. Cris lloró durante tres días y tres noches. Después, no volvió a hacerlo.  
Quiero acabar. Si algo puedo deciros con certeza es que aquellos momentos, de insólita belleza, prevalecieron por unos instantes sin deseo alguno de perdurar. Las lágrimas instantáneas de C. fueron de risa ante la visión de mi grito gay. La cucaracha era enorme y el capitán no se dio cuenta de nada. Todo ello sucedió justo antes del amanecer.  En la bahía de Halong, al este de Hanoi, en la provincia Quang Ninh. En Vietnam.

martes, 2 de noviembre de 2010

PALABRAS

Siempre ejercieron sobre mí una intensa atracción las palabras. De pequeño, las matemáticas se me daban fatal, pero con las letras sentía que la relación era cordial. En ocasiones, mientras me quedaba absorto mirando la tele, una pared o la barbilla inexistente de una señora obesa, planeaba que, con el tiempo justo, tal relación podría llegar a ser incluso fructífera. Y no me equivoqué: las palabras y yo trabamos amistad. La mayor parte de las novias que tuve de adolescente vinieron a mí por las palabras. Ellas besaban mis palabras antes de tocar siquiera mis labios, después llegaban a mí y, finalmente, se alejaban de nuevo por donde habían venido con sus maravillosos peinados ochenteros. Todas aquellas chicas (no eran tantas) se mudaron de mi vida para quedarse en el mismo estado antes de conocerme: o sea, ignorando mi existencia. Así se completaba el círculo. De no conocerme pasaban a no saber nada de mí cuando la relación terminaba. Y mientras ésta existía, argumentaban para colmo no conocerme realmente. Fueron tiempos en los que una crisis de identidad me llevó a preguntarme si realmente existía. Y fue el cine quien me dio la respuesta. Pero ello hablaré en otro momento.

Tras la devastación dejada por aquellos noviazgos, ¿qué quedaba? Palabras. Rotundas y sencillas palabras. Si aquellas ninfas habían sido atraídas hacia mí por ellas, suponía ansiosamente que haciendo de nuevo un buen uso de ellas, aquellas bellezas volverían a mis brazos arrepentidas de su acción. Pero todas me abandonaron y ninguna volvió. Viví una especie de epidemia en la que únicamente me contagiaba yo. Con el paso del tiempo del tiempo, aprecié lo divertido del asunto: todas me acababan dejando, sí; pero no sin antes realizar un exhaustivo análisis de mis virtudes que hubiera hecho palidecer de envidia al mismísimo Buda. Deciros que si Sidharta Gautama hubiera presenciado alguno de aquellos discursos de abandono a los que me sometían aquellas mujercitas, se hubiera sentido como sólo un coleccionista de piel de bebés puede sentirse a la larga: muy mal. 

Si soy tan bueno, para ti... ¿por qué me dejas?, preguntaba yo con aquella expresión de mirar la tele o una pared o la barbilla de una señora obesa. Ellas ignoraban el incipiente sarcasmo que presidiría mis días. En aquellos cafés repletos de humo y colillas, sólo lograban acercar de modo teatral su fría mano a mi mejilla. "Un día lo entenderás, ahora no" respondían. En aquellos tiempos no tenía las conexiones neuronales suficientes para replicar que desconocía en qué momento se habían convertido en las Stephen Hawking de las relaciones humanas manejando conceptos que nadie comprendía, sobre todo yo. Confieso que en algún arranque de ira, deseé que disfrutaran de sus relaciones sexuales futuras de la misma manera que el genial científico disfruta de las suyas. Pero mi crueldad duraba poco y el abatimiento se abría paso. Lastimosamente trataba de hacerlas entrar en razón con palabras que no llegaban a mis labios con la misma eficacia de antaño. Demonios, no preguntaba por la Santísima Trinidad ni la antimateria ni por la carrera de Kevin Costner. Fenómenos a todas luces sin  fácil explicación. Sólo quería saber por qué rompían conmigo. ¿Eran tan absurdo pretender algo así? ¿Por qué esas chicas resultaban ya entonces indescifrables cuando lo que yo más necesitaba era claridad?... El cine volvería a arrojar luz sobre oscuridad, pero eso lo contaré otro día, en otro momento.

Goethe tenía razón cuando afirmaba que toda palabra expresada despierta una idea contraria. Yo buscaba las palabras. Invocaba la sensibilidad de los más grandes poetas románticos. Anhelaba más que nada ser poseído por el vocabulario de los más arrebatados amantes de la historia. Pero sólo balbuceaba un "por favor, vuelve a mí" de David Summers y no una elegía de Byron. Y ella decía: no. Tardaba en contestarme un segundo y medio y me conmovía que al menos se lo pensara un poco. En un segundo y medio pueden pasar muchas cosas. Y ahí quedaba su palabra monosílaba, suspendida en el espacio y tiempo de aquellos cafés de humo y colillas. Aún hoy pienso que posiblemente aquellas chicas mostraran la compasión de los verdugos (ya puestos a decapitar mi amor): al menos decían una sola e inequívoca palabra: "no". Escuchar algo más elaborado como un "No, no quiero volver contigo, Jonás; antes rociaría de ácido a un koala" hubiera supuesto un revés a mi autoestima.

Las palabras fueron mi puente y mi largo adiós en todas las relaciones. Ellas lo significaban todo con la eficacia de un tirador de arco zen. Para bien o para mal, las palabras clasificaban la casi totalidad del mundo y desde mi más tierna infancia yo podía aprenderlas. Aquello era un desafio. Ya fuera mediante libros, radio, tele o bien escuchando conversaciones de adultos, comprendí que una palabra puesta en un mal sitio, podía estropear el más bello de los pensamientos. (Esta cita es de Voltaire. Como veis, me subo con impunidad en los hombros de aquellas mentes preclaras que usaron o colocaron más acertadamente que yo las palabras. Espero que no les importe sentir la presión de mis genitales en la parte trasera de su cuello).

Por eso me he planteado en alguna ocasión que no es lo mismo pasar una velada con un ermitaño, si entendemos por ello a un hombre solitario que se ha cruzado en nuestro camino, que hacerlo con un ermitaño si se trata de un cangrejo con el que igualmente hemos topado. La misma palabra puede generar desastres. Trataré de explicarlo. Realizar el acto sexual con un ermitaño (hombre) es un hecho aceptado. En los festivales de música se da con frecuencia. Las expectivas, por ejemplo, de unos padres de relacionar a su hija amante de la música electrónica con un cirujano o un piloto civil, aunque anticuadas, flotan en el consciente colectivo. De ahí que si en el camino de la joven se cruza un ermitaño (hombre) los planes de sus papás se verán truncados por un tiempo. De cualquier forma, un revolcón con un ermitaño (hombre) no hace daño a nadie. Cambiemos ahora la perspectiva de la palabra: si el ermitaño resulta ser un cangrejo, el mantener relaciones sexuales con él traería consecuencias. Estoy convencido de que los padres de la chica se opondrían vehementemente a la relación. Pero si hablamos de festivales, juventud y padres, los míos eran tan comprensivos que de haber pasado yo mismo la noche con el artrópodo, un domingo cualquiera me hubieran preguntado si utilicé condón. O si le llamé después para hablarlo. Así eran ellos. Se separaron, pero ya os hablaré de ello en otro momento.

Una sola palabra y todo el sentido cambia. De ahí que trate desde hace años de buscar el acto inclasificable. Aquel que no se pueda nombrar. Un hecho que no pueda ser clasificado bajo ningún título o palabra. Estudiemos algunos casos. Impregnar tu cuerpo con el veneno de una áspid egipcia y abrazar en Callao a un activista de Greenpeace es un hecho que podría catalogarse como homicidio. No me sirve. Otro caso. Vomitar sobre la cara de tu jefe en la cena de empresa de todos los años (suprimiría el mes de diciembre del calendario si con ello se anularan tales cenas) tampoco es válido. Además de ser causa de despido puede resultar una ordinariez para algunos y un acto filantrópico para otros. Y por último, realizar tocamientos a un cadáver que lleva enterrado más de dos siglos (recordad que busco el acto inclasificable), por muy abyecto que pueda parecer, sí tiene su clasificación. Hablamos de "necrofilia" y cuando existe la palabra, por algo será. Tampoco me vale. El acusado, por muy reprobable que pueda parecer su acción a la sociedad, siempre puede esgrimir que si uno jura amor eterno, se ha de ser consecuente con ello.

¿Lo veis? No hay nada que se salga de la lista. Toda acción está ordenada, clasificada. Todo acto tiene una etiqueta como los productos en un supermercado. No hay nada que se salga del guión. Las palabras nos han ayudado lo indecible desde que las creamos, pero también han acotado el camino. Todo está preparado y dispuesto para ser llevado a la despensa del conocimiento. Si nombramos lo que nos rodea, tenemos el control. Pero, ¿qué control? ¿Por qué queremos el control? ¿A qué le tememos? ¿Podemos controlar lo que nos rodea? ¿Habéis visto la fuerza de un tsunami, aunque sea por televisión?

¿Y si no existiese el acto o la cosa sin nombre y pudiera quedarme sin los nombres adecuados y precisos por un breve espacio de tiempo? ¿Qué ocurriría? 

A veces crecen rosas rojas y blancas en mi jardín. Desnudas, serenas. Me las quedo observando un rato y digo: qué rojas están, qué hermosas... Y algo falla en ese instante y se me cuela por los ojos nada más que tristeza. ¿Cuántas veces empleé la palabra "hermosa" y en qué circunstancias?, me pregunto. ¿Es justo poner a la rosa una etiqueta con una palabra cuando sus pétalos más bien parecen una oración a dios? ¿Cómo diablos expreso eso?...

La próxima vez, si tengo que describir el aroma de la piel de mi chica por la mañana o la humedad de la baba de un bebé o el estado de la materia antes de que rompa a llover, seré muy selectivo con las palabras. O puede que nos las use. A lo mejor no digo nada y me quedo mirando todas esas cosas. No sé lo que es orar pero puede que se le parezca a eso: quedarte mirando, sin decir una palabra. Sin poner etiquetas. Será probablemente lo más elocuente que pueda hacer.