martes, 16 de noviembre de 2010

1, 2, 3, 4, 7 y 15

Una vez la mamá de un niño me contó una anécdota sobre su hijo. Como cada día, Rodrigo regresaba a casa del colegio con una de esas mochilas que parecen carritos de la compra. La encargada de llevar y traer sano y salvo al pequeño era Katya, una chica de 20 años, proveniente de Rusia, que había llegado a España dos años atrás con la intención de quedarse. Katya había tenido un pasado ciertamente trágico y Clara, la mamá de Rodrigo, impulsada más por la compasión que por los resultados del riguroso análisis que conlleva la búsqueda de una interna, se quedó con ella. Una de las características destacables de Katya era su inexplicable compromiso con la religión católica. Sus madre era rumana, lo que podía ser una explicación. Para que os hagáis idea, de existir un medidor de creencia en la fé católica, Katya hubiera hecho parecer al Papa un tipo que arranca cabezas de paloma con la boca al tiempo que se masturba con un crucifijo en la plaza de San Marcos. Quizá lo he ejemplificado con excesivo detalle. Sólo trataba de mostraros que no había nadie más católica que ella. Por supuesto nadie sacaba el tema en su presencia. De mirada dulce y gestos amables, no tenía reparos en interrumpir una conversación que mantuvieran Clara y esposo con invitados, para lanzar firmes defensas hacia la religión católica si ésta, a su parecer, estaba siendo atacada. Clara no se tomaba esto muy a pecho. Recordar las penurias de la pobre interna en Rusia provocaba que la justificara de cualquiera de sus acciones, por muy invasivas que éstas fueran. No es mala chica, sólo un poco fundamentalista, reconocía a su marido. Antonio replicaba que un día encontrarían en el salón una grabación de la decapitación de Rodriguito a manos de la poco fundamentalista Katya, castigados por su agnosticismo. Clara miraba al techo, sonreía y le besaba. Como si con un beso, la creciente desconfianza de Antonio fuera a disiparse.
Rodrigo estaba en esa edad donde todo era cuestionable. Atravesaba los momentos del “por qué esto y por qué lo otro”. Pues bien, una tarde de Diciembre, de vuelta a casa, Katya y él caminaban enfundados en abrigos hasta los pies. Rodrigo rompió el silencio:
-          Katy, ¿quién es Jesús?
Katya, ignorando si la duda del pequeño versaba sobre un vecino o sobre el hijo de Dios, apostó por el segundo caso. El vaho envolvió sus palabras y con la vista fija en el horizonte, contestó:
-          Jesús es Salvador de hombres. Vivió y murió en crus por pecados nuestros para después resusitar entre muertos.
Tras una pausa, Rodrigo, muy reflexivo, culminó el interrogatorio.
-          Entonces, ¿Jesús era un zombie?...
Esta anécdota es real. No invento nada. Clara, la mamá de Rodrigo, no podía reprimir la risa cuando contaba esta historia. Por supuesto, Katya no estaba presente en ese momento, pero sé con certeza que de haber visto a la mamá expandir por el mundo la irreverente y lógica respuesta del chiquillo, hubiera tardado poco en fabricar lámparas de mesa rusas con la piel de su hijo. Como venganza divina. De encontrarse Antonio la lámpara de piel de Rodrigo en su mesilla de noche, no hubiera hecho sino confirmar su recelo hacia la interna.
Os preguntaréis por qué os cuento la anécdota del zombie y Rodrigo. Mi intención es la de relataros que durante un tiempo, trabajé con niños pequeños en un único colegio primero, y en diferentes después, por toda la comunidad de Madrid. Fueron 4 años de mi vida antes de llegar al mundo del guión de televisión, y después de no encontrar trabajo como actor. En ese lapsus de tiempo. Y el caso es que respuestas y situaciones como las que vivió Katya con Rodrigo invadían mi existencia cada día. Fue una época en la que me sentí como un Gulliver atrapado por liliputienses o como una pequeña Alicia de rubios tirabuzones y vestido azul en un país de locos. (No prestéis mucha atención a mi asidua idea de imaginarme vestido de azul con tirabuzones dorados como el amanecer). En fin, así anduve. Rodeado de delirio. Absorbido por un mundo, absurdo a todas luces, en el que consistía mi trabajo. La lógica que tanto me había costado cultivar (a eso le llaman crecer), se hizo añicos. Contravenían normas, rompían reglas, le daban la vuelta a todo. Nunca había estado en contacto con un modo de ver la vida tan atrayente como carente de sentido. Si os ha parecido una postal idílica, nada más lejos de la realidad. Pagué un precio: mi cordura. Me llevaron al límite. Literalmente. En todas y cada una de las formas en las que un hombre puede ser llevado al límite de sus posibilidades. Y por límite no me refiero a salir con una chica de pensamientos propios a la que le guste Amaral. Sólo los que son padres o profesores de primaria saben a qué me refiero. Tres horas diarias con 25 niños de entre tres y cinco años, cada hora, supera a Ana Frank si yo mismo hubiera decidido escribir mi propio diario. Seré breve y sólo os contaré algunas anécdotas. Al igual que la respuesta de Rodrigo a Katya, así os haréis una idea de lo vivido aquellos años.
Impartía dos materias: teatro e inglés. Lo de impartir entiéndase de una manera amplia. Podéis imaginar el interés que tiene un niño de tres años por Chéjov o Shakespeare. De Stanilavski, creador del método de métodos para actores, no podía contarles nada sin que se cagaran encima. Y no es que les infundiera respeto el profesor moscovita. Es que literalmente, en las clases donde practicábamos “el arte escénico”, no había un solo día donde uno o dos niños no inundaran escenario con un olor a putrefacción infantil como no he vuelto a experimentar. Comían como niños, es posible. Pero cagaban como dioses nórdicos (o ñórdicos para el caso que nos ocupa). En una ocasión, daban vueltas todos sobre sí mismos en el escenario. A riesgo de que vomitaran los unos sobre los otros (una acción familiar en su vida de estudiantes de Infantil) probábamos la experiencia de controlar o no el cuerpo sin el uso de ningún tipo de droga. (Esta segunda parte no se la hacía saber). La idea era generar experiencias de conciencia corporal. Cuando su endolinfa estuviera tan agitada como unas maracas, podrían comprobar lo difícil que resulta caminar por una cuerda colocada en el suelo. El actor ha de manejar bien su cuerpo, ¿no? Hasta ese básico concepto pretendía compartirlo con niños de tres años. Tal era mi entusiasmo por la pedagogía teatral. De repente, entre todo aquel tumulto, observé a uno de ellos (Mario, tres años y medio; nunca olvidaré su nombre ni su rostro) que inevitablemente se acercaba a mí. Poseía ese inconfundible andar que sólo reproduce un hombre con enanismo que acabe de  ingerir treinta chupitos de vodka. Las piernas cortas. El culo salido, como queriendo huir del maltrecho cuerpo con tanta caída a la que se veía sometido. Ojos abiertos como platos y la cara sin expresión. Os lo garantizo: ya quisieran muchos asesinos en serie tener ese gesto que los niños practican a veces: el gesto de la nada. Dicen que los niños son muy expresivos, pero yo subrayaría una obviedad: lo son cuando lo son; porque cuando no lo son, sus gestos se congelan como los de una estatua clásica. (¿No habéis visto cómo os mira a veces un niño en un centro comercial o en la calle cuando os cruzáis con él?)
Prosigo. Mientras sus compañeros daban vueltas y más vueltas como darviches de medio metro, Mario se plantó ante mí. Como habían comido recientemente, ví que tenía toda la cara manchada del tomate seco de los macarrones de comedor (y eso sólo los afortunados que hubieran resuelto el difícil trinomio tenedor-macarrón-boca). Mario me observaba con esa expresión que antes os describía: no había nada en su gestualidad que indicara algo. Un leve ademán siquiera. Sólo tenía arqueado el cuello y sus vacunos ojos se posaban en los míos. ¿Qué ocurre, Mariete? Mario no respondía. Fue entonces cuandolo supe. Y ocurrió porque mi sentido del olfato, en el contexto más empírico que podáis alcanzar, hizo sonar la alarma. Aquello no era tomate de los macarrones de comedor de colegio. Mario olía a mierda como sólo un cadáver de mono en descomposición puede oler en los trópicos; como sólo un cubículo cerrado huele si un luchador de sumo se desatasca a solas. Aquello era caca. Pura caca cien por cien auténtica y proveniente de su minúsculo culo. Mientras el resto de la clase investigaba sobre la acción física del movimiento, el pequeño Mario había decidido meter la mano bajo su pantalón en lo que creí, tiempo después, pudo ser una clara alusión al teniente Dunbar en “Bailando con lobos”. El oficial del ejército americano había llenado su cara con pinturas de caza como los Sioux le habían enseñado. Mario por su parte había impregnado la suya con sus propios excrementos. Desconozco el motivo. Puede que reconociera el ejercicio (el de dar vueltas) como algo ancestral practicado en otras vidas por tribus nómadas africanas, sólo que lo debió de  considerar incompleto si no se añadía un toque de máscara, efectivamente mucho más teatral. Que un rotulador marrón hubiera cumplido con el efecto deseado era algo que no había tenido en cuenta. Mario era un purista del teatro, un defensor inconsciente de las teorías de Peter Brook, el estudioso del teatro comparado. Inmediatamente le llevé al baño y aquello se convirtió en una orgía de mierda infantil que compartimos los que allí estuvimos: él y yo. Yo no hacía más que preguntarle que qué había hecho, que en qué estaba pensando. Como si me lo fuera a aclarar en una amena conversación. El sólo lograba decir, con cara de nada: mechocaca. Mechocaca sería un buen nombre indio si decidiera vivir en alguna reserva en Arizona. Y allí le hubiera querido mandar, en un paquete exprés,  en ese momento. Nunca entendí la relación entre hacerse caca e inundar tu cara con ella, pero he de confesaros, que en mi anterior trabajo, ya en oficinas con seriedades de adultos, en alguna ocasión, suave como la brisa otoñal, se colaba por la ventana de la memoria el recuerdo de Mario. Mario el purista. Mario el creador. Y con qué gusto hubiera practicado la misma acción ante mi antiguo jefe y compañeros. De haberlo hecho, me hubieran tildado en las postrimerías como un “enfermo mental que una vez perdió el juicio”. Y si lo pensáis bien, la diferencia entre cordura y locura no es más que una cuestión de  tiempo: Mario pasaba de los dos-tres años. Yo pasaba de los treinta. A él no se le acusó de nada. Y a mí me hubieran despedido con deshonor, con el ardiente estigma de la locura. ¿Y por qué? Por impregnar mi cara con mis propios excrementos mientras le susurraba a mi jefe: mechocaca, con cara de nada.
En otra ocasión me dio por acercarles a los clásicos. En este caso, ya no estábamos en el teatro que el cole ponía a mi disposición (y a la deposición de Mario). Ahora me encontraba en una clase de infantil, rodeado por un rectángulo de 28 sillas y mesas cuyos dueños sumaban entre todos el mismo número de dientes. Me dedicaba unos días al inglés y otros al teatro. En ocasiones, mezclaba las dos materias en un alarde de osadía. Pensé que contarles historias creadas por genios de la literatura sería un buen modo de entrar en contacto con los grandes contadores de historias a una edad tan temprana. Y lo mismo podría hacer con las películas, con clásicos de todas las épocas. Comencé por Shakespeare y la historia de los amantes de Verona. El primer día y como novedad, estuvieron atentos. Yo mismo como narrador he de reconocer que lo vivía con intensidad y capté su atención durante… un día. La tarde siguiente, nada más entrar en clase, todos al unísono me pedían que les volviera a contar la historia. Quien tiene niños sabe que no se diferencian mucho de Dustin Hoffman en Rainman en lo que a rutinas se refieren. Pueden repetir y disfrutar la misma acción durante horas. En fin, en primer lugar pedí silencio y nombré a uno de ellos portavoz. Jaime, rubio y guapo como los ángeles. Los del Infierno digo. Era travieso como pocos pero me podía su encanto. Contaba del uno al quince mientras te miraba con cara de cachondeo y oías aquella voz mezcla de baba y delfín: uno, dos, tres, cuatro, siete y quince. Sin duda era mi favorito. Jaime, a gritos por la inercia del momento anterior, me pidió que les contara la historia de Romero y Julieta. ¿Podéis creerlo? Mi dicción es impecable. Me consta que en ningún momento interpuse una “r” entre la “e” y la “o” al nombrar al amante de Julieta. Pero ellos, al unísono de nuevo, como bestias sedientas de historias, ansiaban la de Romero y su novia Julieta. Comencé. A los cinco minutos no me hacían caso. Ninguno. Habían perdido el interés. ¿Pero no querían que les relatara por segunda vez la historia del bardo de Avon, o sea de Willy Shakespeare? Traté de continuar. Esta vez mis gestos eran más grandes, desmesurados y aquello parecía que funcionaba porque estuvieron atentos durante tres minutos más. (He de señalar que una hora con niños equivalen a seis horas con adultos. En una mina siberiana). A los tres o cuatro minutos volvían a despegarse de la historia, pero por una casualidad (no fue talento ni una genial ocurrencia) introduje en la obra algún elemento novedoso. Por ejemplo, Romero, en la escena del balcón, en lugar de jurar por la luna su amor a Julieta, lo hacía por su propia nave espacial a la que tenía mucho apego y que había ganado en una apuesta a su amigo Mercutio. La referencia a Star Wars era evidente. Bueno: no podéis imaginar el efecto hipnótico que produjo el término nave espacial en su dispersa atención. Se creó un silencio sepulcral. Sus enormes ojos se fijaban en mí como tentáculos de pulpo absorbiendo el relato. Atónito en mi interior, pero con la cara resuelta del que “cuenta una historia que maneja”, empecé a introducir elementos y palabras que no entendían en absoluto, a jugar con la polisemia; y por algún extraño motivo, ¡les encantaba! Fue entonces cuando dio comienzo la época de las versiones. Los autores originales me hubieran acribillado a balazos. Los jueves los dedicaba a contar historias clásicas ligeramente versionadas. Su falta de vocabulario era un punto a favor y la atención extrema. Sólo tenía que rogar porque no emplearan mis mismas palabras cuando su madre les preguntara por lo que habían aprendido ese día. De ahí salieron versiones en las que Julieta era adicta a la metanfetamina debido a la disfunción eréctil de Romero y a falta de droga, alternaba con sujetos de color y circuncidados para generar ingresos. No os asustéis. No entendían nada (creo), pero lo sorprendente es que estaban fascinados. (Yo lo estaba más). Todo lo brutalmente perturbador les embrujaba, les daba una risa tremenda. Otro ejemplo que compartía con estos sádicos: al ser los Capuleto inmunes a la lepra por el gen 521, practicaban la antropofagia con personas que padecían esta terrible enfermedad. En esta parte se meaban de la risa, no preguntéis por qué. Por su parte, los Montesco eran aficionados al transexualismo sin anestesia. Eran duros como rocas. De ahí su rivalidad. Ah, y el favorito de Mario: “El señor de las deposiciones”. La épica de un pequeño y humilde pueblo habitado por hobbits enfrentándose al Ojo de Sauron (unas monumentales posaderas que inundaban de abono humano natural las tierras medias). 
En medio de la “Dama de las camelias”, me obligaba a introducir tiranosaurios gigantescos que devoraban en pulcro orden tanto a las damas como a las camelias. Unos permisos que me daba con los que Dumas-hijo no hubiera estado de acuerdo. Pero funcionaba, insisto. Hilaban los datos y aquello apelaba a su imaginación, no sé. Se producían sinapsis que ni yo mismo controlaba. Hasta tal punto, que en la historia del Génesis (un día me aventuré por tales territorios) convivieron al mismo tiempo Adán, Eva, un T-1000 y Barry White (lloraban de la risa cuando les cantaba sin previo aviso con voces distintas. Para los curiosos os diré que Barry se quedaba al final con Adán y Eva, con una sonrisa tonta en los labios, con la serpiente). 
Me mostraban inventos tales como ordenadores multifuncionales con trozos de plastilina en lugar de teclas, fabricados con papel pinocho y alas de cartón que podían servirte agua o verdurita que es muy buena, como te recordaban. He visto dibujos rayados en mil colores de coches de bomberos que regaban con rayos láser todo lo que encontraban a su paso. Barcos con formas de estrella de mar tirados por elefantes en medio de un océano color naranja chillón. Y todos aquellos logros de ingeniería, nos los ofrecían con sus pequeñitas manos. Los regalaban. Sin importarles un pimiento las patentes. Fue una época que C. y yo vivimos o más bien sobrevivimos. Por eso os mencionaba antes las obras de Swift y Carroll. ¿Me entendéis ahora cuando os decía que era como estar dentro de una de ellas? Esos extraños y únicos seres lograban ver el todo en la nada.
Nos hicieron sudar, gritar, mentir, desesperarnos y hasta llorar de rabia y de impotencia. Que se lo digan a C., cuyas llantinas compartía conmigo de vuelta a casa minutos después de una clase de chiquirritmo.
¿Y qué ha quedado? Agradecimiento. Sincero como ellos. Su gracia y su tremenda elegancia nada tienen que ver con lo aprendido porque llegan a este mundo sin práctica. No ensayan antes. Simplemente están aquí: felices, callados y gritones al mismo tiempo. Hay una especie de gracia que les envuelve, como si la misma existencia les protegiera. Luego, en poco tiempo, aparecen las costumbres humanas y se pierde paulatinamente aquello que les distinguía. Es inevitable. Las luces que brillan con el doble de intensidad puede que duren la mitad del tiempo. O no… Sigo empleando sus términos: momir, comer chocos, tengo mueño y  quiero jubar. De hecho, con la gente con la mejor me llevo (eso que llaman  “vibración conjunta”) son con aquellos que se relacionan desde el  juebo. Eso se ve cuando dos personas, conocidas o no, se miran a los ojos. Con cara de nada).
Ayer, mientras escribía estas líneas, hice un descanso. Casualmente comenzaba en el Canal + un documental de Spike Jonze sobre Maurice Sendak, autor e ilustrador de “Donde viven los monstruos”. Había en su presencia, en sus palabras, un matiz de dureza combinada con una extrema sensibilidad; magia y dolor al mismo tiempo. Toda su vida la había dedicado a escribir y dibujar para niños, pero confesaba que no le gusta la infancia. Sorprende, ¿verdad? Poco antes de terminar el documental, discurre solo, cavila. Como si la cámara no estuviera allí, se hace una pregunta que él mismo contesta.
-          ¿Por qué estoy atascado en la infancia?... No lo sé.
Supongo que es ahí donde tengo el corazón.

Me ocurre lo mismo.

5 comentarios:

  1. Desternillante la parte de "mechocaca".

    Tuve que parar en el trabajo y terminarla en casa. Las lágrimas eran demasiado escandalosas.

    Con la parte final, y sin que nadie se entere, se me erizó el bello.

    Es por eso por lo que quiero ser profe. QUIERO VOLVER A JUBAR.

    Y respecto a las preguntas de los niños, como la de Rodrigo, en el cole tengo mi ración diaria.
    La mejor en los últimos tiempos fue cuando Borja, un rubio espectacular de cinco años, le preguntó al conserje: ¿Quién manda más, Jesús o la directora?

    Son grandes.

    Sergio.

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  2. Me gustó como cerraste esta entrada: "¿Por qué estoy atascado en la infancia?... No lo sé.
    Supongo que es ahí donde tengo el corazón".

    Me gusta cómo redactas, no dejas que uno se aburra aunque el escrito sea largo. =)

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  3. Gracias, Atreyu.
    Te agradezco de veras el comentario. Lo tomo como un cuplido aunque hayas estado media hora leyendo el post ;)
    Un abrazo,
    Tonto.

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  4. Hola Jonás, muy bueno, el relato, el mensaje, la redacción... me he reido y me he emocionado.

    Gracias majo.

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  5. Muchas gracias, Gaia.
    Y a mi me emociona que te hayas emocionado y reído.
    Gracias a ti también.

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