domingo, 7 de noviembre de 2010

VIETNAM

Según la historia reciente, ir a Vietnam y regresar con vida es algo que no siempre se pudo llevar a cabo. Yo lo hice. Concretamente el año pasado. Y no sólo volví a casa vivo, sino que apenas tuve secuelas. Bueno, si por éstas entendemos despertar durante la noche envuelto en sudores, yo no lo achacaría al estrés post-traumático, sino al edredón con plumas de oca que mi novia compró a la vuelta. No podría afirmarlo, pero hubiera jurado que en la etiqueta del cubrecama los fabricantes ofrecían la misma efectividad que la conseguida  años antes, en los crematorios de Mathausenn. A mi chica esto le hizo gracia: “Mira Joni, los mismos que fabrican esto también hacían crema alemana, ¿qué curioso, verdad?”… No creo que sea frivolidad, es inconsciencia. Tengo asumido que en un futuro distraerá a nuestros bebés poniéndoles “La pasión” de Mel Gibson, convencida de que siendo pequeños, nuestros hijos estarán más receptivos a los nuevos idiomas. En fin, os presento a C., mi novia. Si tuviera que definirla, diría que ella es la razón por la que se inventaron las cálidas noches de verano. Las palabras son de Kevin Arnold, no mías. Pero él fue de los primeros poetas que conocí viendo la tele. De ella, de C., os hablaré en otro momento. Me centraré por ahora en la historia que quería contaros.
Al comienzo de nuestro viaje creí que todo se venía abajo. Contábamos por aquel entonces con un presupuesto lo suficientemente holgado para dar la vuelta al mundo dos veces. Por si las moscas. Con todo y con eso, mermó desproporcionadamente en nuestra primera escala: Amsterdam. Afirmaría que en un 50%. Pero C. diría que exagero. Os aseguro que sólo esperábamos el avión. No salimos del aeropuerto ni nos fuimos de compras, y puedo jurar sobre la tumba de mis antepasados que únicamente desayunamos dos croissants con mantequilla y mermelada, dos zumos de naranja y dos cafés que seguramente sabrían mejor que la sangre coagulada del Cid Campeador. Pero a mi feliz y viajero rostro no le importaba lo más mínimo. El caso es que esta comida casi nos arruina económicamente sin haber llegado a nuestro destino. Todos sabemos que consumir en un aeropuerto es bastante caro, pero Holanda debe de ser un caso aparte. Caí en un  ensimismamiento cuando leí el ticket de la cuenta. Entrar en trance de esta forma es algo que no me ocurría desde mi relación con mi última novia: A., una lolita de padres multimillonarios a la que le pagaba con mi modesto sueldo de entonces todo, hasta los disfraces que decidía ponerse por Halloween. Cada vez que proponía cenar en algún sitio, caía en ese estado de semiinconsciencia que antes os mencionaba. Y en aquel aeropuerto volví a revivirlo: tenía abrazadas las rodillas, los pies sobre la silla, con la tez blanca como la cocaína mientras me balanceaba rítmicamente con la vista en un punto fijo. De un golpe seco, C. me hizo reaccionar y cuando me disponía a pagar, miraba hipnotizado, con manos temblorosas, aquel ticket. Comprendí entonces por qué en ese país habían legalizado el consumo de cannabis. Lo más probable es que si éste recorre las venas, te da igual pagar 8 que 80. El gobierno holandés sabe lo que se hace. Sólo me entenderán los que han revisado la cuenta del banco, ya sobrios, un lunes después de las salidas de fin de semana.  Hablo de ese momento, de ese click, en el que proclamas a tus amigos al estilo de Braveheart antes de la batalla, que tu visa electrón es desde ese momento patrimonio nacional de todo aquel que luche por Escocia. Lo de Escocia son licencias que te permites en esos momentos y que tus amigos entienden muy bien porque todos gritan al unísono: Espartaaaa. Que quiere decir que les gustan mucho las decisiones que tomo sobre mi tarjeta bancaria.  Pero vayamos a la historia. (Sé que muchos de vosotros habréis advertido el dato de mi ex con disfraces de Halloween. No lo paso por alto, pero A. requiere su propio tratamiento y os hablaré de ella en otra ocasión.
Bien. Una vez hechas las cuentas, C. y yo valoramos si continuábamos con el viaje a Vietnam o abortábamos y, por ejemplo, nos íbamos a Brujas en Bélgica. (Una ciudad que C. siempre había querido conocer desde que le puse al corriente de mi historial amoroso). El caso es que queríamos salir del país de Van Gogh. Y cuanto antes mejor. He de deciros que estoy convencido de que el bueno de Vincent se hubiera quedado impactado de haber visto los precios que alcanzaron sus cuadros una vez muerto. Tampoco hubiera dado crédito al saber que el noventa y cinco por ciento de sus paisanos, dada la permisividad en la que viven, se hubieran fumado sin pestañear su óleo de los tulipanes. No os digo lo que hubieran hecho con el libro de poemas de Walt Whitman, Hojas de hierba.  
En fin, decidimos proseguir el viaje y continuar hasta nuestra siguiente escala antes de Vietnam: la ciudad de Bangkok. Sé lo que estáis pensando: gracias a aquella cafetería holandesa, nuestro sueño de costear la universidad a nuestra primera hija se desvaneció. Y así es. Pero para animarnos os diré que hicimos nuestros los pensamientos del escritor Jorge Bucay, que nos viene a decir (si hemos entendido bien sus cuentos) que da igual licenciarte con honores en Stanford que trabajar diligentemente como cajera en un Lidl desde los 16. Lo importante es el interior.
Llegamos finalmente a Bangkok. Tan sólo sería una estancia de dos días. Anduvimos y usamos tuk-tuk  (ese carrito con ruedas tirado por un hombre aún mayor que tus ancestros si éstos vivieran. Con qué culpa se viajaban esos trayectos, por dios. Cuando le pagábamos, yo quería legarle parte de nuestra madrileña casa y C. se planteaba ofrecerse como mercancía sexual por un par de horas. En ello se traducía nuestro pesar por su espalda, haceos una idea). Y allí estábamos. Con los sentidos abiertos como ventanas de una casa frente al mar. Mirándolo todo con los ojos primero y luego con la cámara. Todo se daba cita allí. Caos, calor, ebullición, olores asfixiantes, sudor, grasa animal, sonrisas de un amarillo deslumbrante… El olor latiendo y la vida que se te instalaba en la nariz. Vimos  parte de la ciudad y visitamos algunos sitios de interés. Sobre esto de los sitios de interés, un inciso: como podéis suponer tengo dudas porque lo del interés es algo muy subjetivo. Lo señalo porque en mi caso nunca impondría por la fuerza como lugar de interés (nacional e histórico) la silla sobre la que Bruce Willis firmó el contrato para hacer La Jungla de Cristal. Pero del cine ya os dije que os hablaría en otro momento. Y seguramente será en más de uno.  
Después, Vietnam. Cielos, Vietnam… Se me olvidaron Wagner y el napalm y todas las imágenes que habían poblado mis días. No pretendo caer en detalladas descripciones de cada uno de los lugares en los que estuvimos. Ni evocaros los olores o la luz o la piel de la gente con la que nos cruzamos en cada rincón. No puedo. O no sabría hacerlo. Vosotros ya habéis estado en lugares hermosos, de esos donde te domina el silencio y sólo puedes callar y quedarte mirando como un niño ante lo incognoscible. Pero imaginad por un momento algo hermoso que hayáis visto alguna vez y cómo os sacudió por dentro. Pues bien, eso era lo que sentíamos nosotros. Alterábamos las rutas, improvisábamos, preguntábamos por todo y a todos. Queríamos impregnarnos de cuanto allí existiera en los escasos 20 días que disponíamos. Huíamos de las rutas turísticas porque queríamos ser viajeros, lo que nos convertía en más turistas que ninguno. Pero no nos importaba. Llevábamos el  diafragma en los ojos y las bocas entreabiertas. Luego las fotos pondrían el marco. Para después recordar, con nitidez, una tarde de invierno cualquiera.
Existen retazos. Tan imborrables como difusos porque es inevitable la contradicción. Dormir en un barco en la bahía de Halong, en el golfo de Tonkín. El capitán (que por la edad su nombre podía significar “padre del hombre del tuk-tuk”) y nosotros. Nadie más. La noche, el mar convertido en tinta negra y las gigantescas moles de piedra, como monstruos comerrocas, dormitando. Soñando en vietnamita. Una cena servida por el patrón, vino en una botella de boca ancha. Velas en el cielo, cientos de miles, millares. ¿Lo veis, verdad? Continúo. En aquel instante, C. se fijó en algo cuyo recuerdo nos mantiene unidos. Y aún hoy, al rememorarlo, nos apretamos las manos con fuerza como si volviéramos a sellar un pacto de silencio que rompo hoy aquí. La cena estaba en el suelo, sobre un bonito mantel salpicado de dibujos de racimos de uva y flores de loto. No se veía nada salvo lo que mostraba a su antojo la luz de la luna. Embriagados, con la voz lenta y los ojos a medio abrir, me dispuse a coger un trozo de pescado envuelto en verdura, bañado en una deliciosa salsa que imagino que sólo preparan los cocineros que han estado en contacto con la mística tibetana.  Aquel sabor te iluminaba, te decía quién eras realmente, te mostraba el camino. Y yo quería repetir. Así que fui, como os contaba, a cogerlo con mi desnuda mano.  C., en un arranque de cuidado, dijo: espera, que te enfoco el mantel con la linterna no vaya ser que haya algún mosquito.  Y  la luz se hizo sobre el mantel… Lo que nuestros ojos contemplaron no se parece en nada a lo que jamás habíamos visto. En nada. Mi mano, a punto de alcanzar con ávidos dedos el trozo de pescado iluminador, a punto estuvo de coger una cucaracha del tamaño de una foca del Ártico. Ante los ojos, se encontraba una cucaracha como un pié de jugador de la liga universitaria americana de baloncesto o como el yunque de Vulcano. Escoged vosotros. Jamás, repito, jamás, habíamos contemplado una criatura como aquella. Un animal, os diré, que junto con las ratas, ha sido protagonista de las más horribles pesadillas que he tenido en la infancia. Mira que por el parecido físico podría encontrar similitudes con el jefe de mi anterior trabajo, pero para aquello no teníamos palabras. Y entonces, en el vientre de la noche, en aquella extensión de agua única en el mundo, al este de Hanoi, en la provincia Quang Ninh,  C. conoció algo que le estremeció igualmente hasta el mismo centro de su ser: mi grito gay. Un grito que sólo he experimentado en contadas ocasiones, ante ratas o cucarachas de todo tipo. Pero aquel ser los superaba a todos en tamaño (incluidas las ratas). Y mi grito superó a todos los gritos gays que en mi vida había hecho hasta ese momento. No controlé el cuerpo, se me agitó sin control en todas las direcciones durante un minuto o dos. Con las manos extendidas y los dedos muy separados, salió de mi garganta un alarido que ya hubieran querido para sí las ninfas de un cuadro renacentista. Mi grito gay hace que mi virilidad se esfume y saca sin avisar la Eva bíblica que llevo conmigo. Dios mío, qué grito de cheerleader pegué aquella noche. El capitán ni se enteró. De haber estado en sus manos la defensa del país hace 50 años, los niños vietnamitas se llamarían ahora Goofy o Lincoln. Y de haber sido esa mi primera cita con C., sé por su discreto carácter que me hubiera propuesto con mucho tacto operarme los pechos en Tailandia, un  país donde las mujeres más guapas son hombres. 
Pero de eso hablaré otro día. No de lo del pecho, claro. En otro momento. Así como del buceo con bombona monitorizados por un instructor que de no haber estado C. allí, me hubiera hecho plantearme mi forjada heterosexualidad. No se podía estar más bueno. El muy hijo de la gran puta. Y afortunadamente creo que no soy inseguro con esos temas, pero de haber él intentado algo con C., ella hubiera sido mi rival. Sin duda. Aquello sucedió en Ko Tao, al este de Tailandia. Pero esa es otra historia.
Quería relataros más cosas, pero me he detenido en la cucaracha universal. En el principio y fin de todas las cucarachas. Y es que eso fue Vietnam. No necesito contaros más porque de eso se trató: de intensidad. De una penetrante, vibrante e intensa sensación que se nos quedó fijada en el borde del alma para el resto del Gran Camino. ¿Y sabéis qué? ¿Recordáis cuando líneas más arriba os hablaba de que luego las fotos pondrían el marco, para después recordar, con nitidez, una tarde de invierno cualquiera? C. perdió meses después la cámara con todas las fotos. Bueno, le robaron el bolso con la cámara dentro. Todas y cada una de las fotos de aquel viaje. No quedó ni una. Nada que recordar en ninguna tarde de invierno cualquiera. Cuando veo el final de Blade Runner, cuando habla el rubio replicante, me acuerdo de nuestro viaje. Cris lloró durante tres días y tres noches. Después, no volvió a hacerlo.  
Quiero acabar. Si algo puedo deciros con certeza es que aquellos momentos, de insólita belleza, prevalecieron por unos instantes sin deseo alguno de perdurar. Las lágrimas instantáneas de C. fueron de risa ante la visión de mi grito gay. La cucaracha era enorme y el capitán no se dio cuenta de nada. Todo ello sucedió justo antes del amanecer.  En la bahía de Halong, al este de Hanoi, en la provincia Quang Ninh. En Vietnam.

3 comentarios:

  1. Querido Joni: me ha encantado leer tu crónica. Las cucarachas, instructores de buceo, y conductores de tuk-tuk no podían haber estado más a propósito. Yo no he soltado ningún grito gay, pero sí más de una carcajada. ¡Gracias!

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  2. ¡¡Divertidísima!! Me has hecho pasar un rato genial.
    Yo nunca hago fotos, así me evito disgustos.
    Un beso.

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  3. Delicioso.

    Me he partio el pesho Jon.

    Grande.

    Me encanta tu imagen con las rodillas abrazadas en la cafetería del aeropuerto holandés.

    Un día que nos veamos, me explicas lo de los cuentos de Bucay, todavía no entendí ninguno.

    Sergio

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