martes, 2 de noviembre de 2010

PALABRAS

Siempre ejercieron sobre mí una intensa atracción las palabras. De pequeño, las matemáticas se me daban fatal, pero con las letras sentía que la relación era cordial. En ocasiones, mientras me quedaba absorto mirando la tele, una pared o la barbilla inexistente de una señora obesa, planeaba que, con el tiempo justo, tal relación podría llegar a ser incluso fructífera. Y no me equivoqué: las palabras y yo trabamos amistad. La mayor parte de las novias que tuve de adolescente vinieron a mí por las palabras. Ellas besaban mis palabras antes de tocar siquiera mis labios, después llegaban a mí y, finalmente, se alejaban de nuevo por donde habían venido con sus maravillosos peinados ochenteros. Todas aquellas chicas (no eran tantas) se mudaron de mi vida para quedarse en el mismo estado antes de conocerme: o sea, ignorando mi existencia. Así se completaba el círculo. De no conocerme pasaban a no saber nada de mí cuando la relación terminaba. Y mientras ésta existía, argumentaban para colmo no conocerme realmente. Fueron tiempos en los que una crisis de identidad me llevó a preguntarme si realmente existía. Y fue el cine quien me dio la respuesta. Pero ello hablaré en otro momento.

Tras la devastación dejada por aquellos noviazgos, ¿qué quedaba? Palabras. Rotundas y sencillas palabras. Si aquellas ninfas habían sido atraídas hacia mí por ellas, suponía ansiosamente que haciendo de nuevo un buen uso de ellas, aquellas bellezas volverían a mis brazos arrepentidas de su acción. Pero todas me abandonaron y ninguna volvió. Viví una especie de epidemia en la que únicamente me contagiaba yo. Con el paso del tiempo del tiempo, aprecié lo divertido del asunto: todas me acababan dejando, sí; pero no sin antes realizar un exhaustivo análisis de mis virtudes que hubiera hecho palidecer de envidia al mismísimo Buda. Deciros que si Sidharta Gautama hubiera presenciado alguno de aquellos discursos de abandono a los que me sometían aquellas mujercitas, se hubiera sentido como sólo un coleccionista de piel de bebés puede sentirse a la larga: muy mal. 

Si soy tan bueno, para ti... ¿por qué me dejas?, preguntaba yo con aquella expresión de mirar la tele o una pared o la barbilla de una señora obesa. Ellas ignoraban el incipiente sarcasmo que presidiría mis días. En aquellos cafés repletos de humo y colillas, sólo lograban acercar de modo teatral su fría mano a mi mejilla. "Un día lo entenderás, ahora no" respondían. En aquellos tiempos no tenía las conexiones neuronales suficientes para replicar que desconocía en qué momento se habían convertido en las Stephen Hawking de las relaciones humanas manejando conceptos que nadie comprendía, sobre todo yo. Confieso que en algún arranque de ira, deseé que disfrutaran de sus relaciones sexuales futuras de la misma manera que el genial científico disfruta de las suyas. Pero mi crueldad duraba poco y el abatimiento se abría paso. Lastimosamente trataba de hacerlas entrar en razón con palabras que no llegaban a mis labios con la misma eficacia de antaño. Demonios, no preguntaba por la Santísima Trinidad ni la antimateria ni por la carrera de Kevin Costner. Fenómenos a todas luces sin  fácil explicación. Sólo quería saber por qué rompían conmigo. ¿Eran tan absurdo pretender algo así? ¿Por qué esas chicas resultaban ya entonces indescifrables cuando lo que yo más necesitaba era claridad?... El cine volvería a arrojar luz sobre oscuridad, pero eso lo contaré otro día, en otro momento.

Goethe tenía razón cuando afirmaba que toda palabra expresada despierta una idea contraria. Yo buscaba las palabras. Invocaba la sensibilidad de los más grandes poetas románticos. Anhelaba más que nada ser poseído por el vocabulario de los más arrebatados amantes de la historia. Pero sólo balbuceaba un "por favor, vuelve a mí" de David Summers y no una elegía de Byron. Y ella decía: no. Tardaba en contestarme un segundo y medio y me conmovía que al menos se lo pensara un poco. En un segundo y medio pueden pasar muchas cosas. Y ahí quedaba su palabra monosílaba, suspendida en el espacio y tiempo de aquellos cafés de humo y colillas. Aún hoy pienso que posiblemente aquellas chicas mostraran la compasión de los verdugos (ya puestos a decapitar mi amor): al menos decían una sola e inequívoca palabra: "no". Escuchar algo más elaborado como un "No, no quiero volver contigo, Jonás; antes rociaría de ácido a un koala" hubiera supuesto un revés a mi autoestima.

Las palabras fueron mi puente y mi largo adiós en todas las relaciones. Ellas lo significaban todo con la eficacia de un tirador de arco zen. Para bien o para mal, las palabras clasificaban la casi totalidad del mundo y desde mi más tierna infancia yo podía aprenderlas. Aquello era un desafio. Ya fuera mediante libros, radio, tele o bien escuchando conversaciones de adultos, comprendí que una palabra puesta en un mal sitio, podía estropear el más bello de los pensamientos. (Esta cita es de Voltaire. Como veis, me subo con impunidad en los hombros de aquellas mentes preclaras que usaron o colocaron más acertadamente que yo las palabras. Espero que no les importe sentir la presión de mis genitales en la parte trasera de su cuello).

Por eso me he planteado en alguna ocasión que no es lo mismo pasar una velada con un ermitaño, si entendemos por ello a un hombre solitario que se ha cruzado en nuestro camino, que hacerlo con un ermitaño si se trata de un cangrejo con el que igualmente hemos topado. La misma palabra puede generar desastres. Trataré de explicarlo. Realizar el acto sexual con un ermitaño (hombre) es un hecho aceptado. En los festivales de música se da con frecuencia. Las expectivas, por ejemplo, de unos padres de relacionar a su hija amante de la música electrónica con un cirujano o un piloto civil, aunque anticuadas, flotan en el consciente colectivo. De ahí que si en el camino de la joven se cruza un ermitaño (hombre) los planes de sus papás se verán truncados por un tiempo. De cualquier forma, un revolcón con un ermitaño (hombre) no hace daño a nadie. Cambiemos ahora la perspectiva de la palabra: si el ermitaño resulta ser un cangrejo, el mantener relaciones sexuales con él traería consecuencias. Estoy convencido de que los padres de la chica se opondrían vehementemente a la relación. Pero si hablamos de festivales, juventud y padres, los míos eran tan comprensivos que de haber pasado yo mismo la noche con el artrópodo, un domingo cualquiera me hubieran preguntado si utilicé condón. O si le llamé después para hablarlo. Así eran ellos. Se separaron, pero ya os hablaré de ello en otro momento.

Una sola palabra y todo el sentido cambia. De ahí que trate desde hace años de buscar el acto inclasificable. Aquel que no se pueda nombrar. Un hecho que no pueda ser clasificado bajo ningún título o palabra. Estudiemos algunos casos. Impregnar tu cuerpo con el veneno de una áspid egipcia y abrazar en Callao a un activista de Greenpeace es un hecho que podría catalogarse como homicidio. No me sirve. Otro caso. Vomitar sobre la cara de tu jefe en la cena de empresa de todos los años (suprimiría el mes de diciembre del calendario si con ello se anularan tales cenas) tampoco es válido. Además de ser causa de despido puede resultar una ordinariez para algunos y un acto filantrópico para otros. Y por último, realizar tocamientos a un cadáver que lleva enterrado más de dos siglos (recordad que busco el acto inclasificable), por muy abyecto que pueda parecer, sí tiene su clasificación. Hablamos de "necrofilia" y cuando existe la palabra, por algo será. Tampoco me vale. El acusado, por muy reprobable que pueda parecer su acción a la sociedad, siempre puede esgrimir que si uno jura amor eterno, se ha de ser consecuente con ello.

¿Lo veis? No hay nada que se salga de la lista. Toda acción está ordenada, clasificada. Todo acto tiene una etiqueta como los productos en un supermercado. No hay nada que se salga del guión. Las palabras nos han ayudado lo indecible desde que las creamos, pero también han acotado el camino. Todo está preparado y dispuesto para ser llevado a la despensa del conocimiento. Si nombramos lo que nos rodea, tenemos el control. Pero, ¿qué control? ¿Por qué queremos el control? ¿A qué le tememos? ¿Podemos controlar lo que nos rodea? ¿Habéis visto la fuerza de un tsunami, aunque sea por televisión?

¿Y si no existiese el acto o la cosa sin nombre y pudiera quedarme sin los nombres adecuados y precisos por un breve espacio de tiempo? ¿Qué ocurriría? 

A veces crecen rosas rojas y blancas en mi jardín. Desnudas, serenas. Me las quedo observando un rato y digo: qué rojas están, qué hermosas... Y algo falla en ese instante y se me cuela por los ojos nada más que tristeza. ¿Cuántas veces empleé la palabra "hermosa" y en qué circunstancias?, me pregunto. ¿Es justo poner a la rosa una etiqueta con una palabra cuando sus pétalos más bien parecen una oración a dios? ¿Cómo diablos expreso eso?...

La próxima vez, si tengo que describir el aroma de la piel de mi chica por la mañana o la humedad de la baba de un bebé o el estado de la materia antes de que rompa a llover, seré muy selectivo con las palabras. O puede que nos las use. A lo mejor no digo nada y me quedo mirando todas esas cosas. No sé lo que es orar pero puede que se le parezca a eso: quedarte mirando, sin decir una palabra. Sin poner etiquetas. Será probablemente lo más elocuente que pueda hacer.

2 comentarios:

  1. Jonás, la carrera de Kevin Costner (incluyendo Waterworld) es prácticamente perfecta y totalmente explicable. No puedo entenderte y se abren paso mil lágrimas por mi moflete al intuir cierto tono crítico con Él.

    Tin Cup puede que sea mi película favorita aunque nunca lo reconozca en público.

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    Me ha hecho mucha gracia la idea de que en los festivales haya ermitaños (hombres) copuladores de jovencitas (y jovencitos).

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